lunes, 22 de julio de 2024

ABD AL-RAHMÂN III

 

 

ABD AL-RAHMÂN  III

‘Abd al-Raḥmān III. al-Nāṣir li-Dīn Allāh: Abu l-Mutarrif Abd al-Rahman b. Muhammad b. ‘Abd Allah b. Muhammad b. ‘Abd al-Rahman (II) b. al-Hakam (I) b. Hisam (I) b. ‘Abd al-Rahman (I). Córdoba, 891 – Madinat al-Zahra’ (Córdoba), 15.X.961. Primer califa y octavo emir de los omeyas andalusíes.

Era hijo de Muhammad, hijo del emir omeya ‘Abd Allah (r. 888-912). Este Muhammad murió veinte días después de nacer ‘Abd al-Rahman, asesinado por su hermano Mutarrif. La madre de ‘Abd al-Rahman fue Muzna, una esclava concubina de origen cristiano. Según algunas fuentes, la abuela de ‘Abd al-Rahman por parte paterna era Oneca o Iñiga, hija de Fortún Garcés. ‘Abd al-Rahman tenía la piel blanca, los ojos de color azul oscuro, un rostro atractivo, era corpulento y tenía las piernas cortas. Se teñía de negro la barba.

Las fuentes cronísticas (escritas durante o con posterioridad a su reinado) insisten en que su abuelo mostró siempre especial predilección por él. ‘Abd al-Rahman tenía tan sólo diecinueve años cuando fue nombrado emir el 16 de octubre del año 912. En presencia de sus parientes y sus más fieles cortesanos, recibió en el alcázar el juramento de fidelidad. El pueblo de Córdoba se sumó al juramento en la mezquita aljama. ¿Por qué se eligió emir a ‘Abd al-Rahman a pesar de su juventud, de que su nombramiento venía a romper la práctica de sucesión padre-hijo seguida hasta aquel momento por la dinastía omeya? La razón parece haber sido la necesidad de presentar al sucesor del emir ‘Abd Allah como un nuevo ‘Abd al-Rahman I, el fundador de la dinastía en al-Andalus, el cual había sido nieto, y no hijo, de califa. A partir de éste y otros paralelismos establecidos entre ‘Abd al-Rahman I y ‘Abd al-Rahman III se buscó transmitir un poderoso mensaje: el nuevo ‘Abd al-Rahman refundaría la dinastía omeya en un momento en que ésta se veía obligada a enfrentarse con una amenazadora situación, tanto interna como externa, que ponía en peligro su supervivencia.

El mayor peligro procedía de los rebeldes árabes, beréberes y muladíes que habían logrado hacerse con el control de amplias zonas. Las tensiones entre las elites locales y el gobierno central eran endémicas en las regiones fronterizas, donde los omeyas a menudo se limitaban a reconocer la autonomía de los gobernantes locales, entregándoles nombramientos oficiales a cambio del pago de tributo. En el resto del territorio, los árabes y los beréberes habían mostrado su desafección con anterioridad. Fue la aparición de rebeldes muladíes la que constituyó una novedad en la segunda mitad del siglo IX (hay quien ve en ellos la pervivencia de señores feudales de la época visigoda y hay quien interpreta su actuación como mimética de los rebeldes tribales árabes y beréberes, dentro de una lucha más general por parte de los conversos por alcanzar la igualdad social y política con los árabes). El más famoso de los rebeldes muladíes es Ibn Hafsun, quien a partir del año 878 puso a menudo en graves aprietos a los omeyas.

Las primeras medidas tomadas por ‘Abd al-Rahman III al subir al Trono estuvieron dirigidas a recuperar el terreno perdido en al-Andalus. Primero actuó contra los rebeldes beréberes al norte de la capital y luego contra los distritos de Cabra y Écija. En abril de 913, mandó él mismo una expedición contra Jaén y Granada, conquistando numerosas fortalezas y nombrando gobernadores leales. Parte de la región en la que tuvo lugar esta campaña había estado bajo el control de Ibn Hafsun, quien intentó un contraataque que no tuvo éxito. ‘Abd al-Rahman III volvió a Córdoba el 18 de julio de 913. La campaña había sido un éxito, pero el emir todavía no podía ejercer un control completo del área conquistada por medio de sus hombres, ya que a algunos de los señores rebeldes que lo acompañaron a Córdoba se les permitió volver a sus antiguas fortalezas.

Las disensiones internas que estallaron entre miembros de la familia árabe que se había hecho con el poder en Sevilla sirvieron para que el chambelán Badr se hiciera con la ciudad en diciembre de 913. En la primavera de 914, el Emir dirigió su segunda campaña, esta vez contra las fortalezas de Ibn Hafsun en el distrito de Málaga. En Algeciras, los barcos de Ibn Hafsun que le aprovisionaban desde el Norte de África fueron destruidos. En 915 tuvo lugar una nueva campaña en el distrito de Málaga. En ese año comenzó una hambruna, los precios aumentaron y hubo una gran mortandad. Fue por entonces cuando Ibn Hafsun se sometió al Emir, prestándole obediencia hasta su muerte en el año 918. Ya en 917, los ejércitos del Emir se habían aventurado por los distritos levantinos (Tudmir y Valencia) y occidentales, donde Niebla fue conquistada. La muerte de Ibn Hafsun hizo estallar querellas entre sus hijos. En mayo de 919, el Emir dirigió la campaña de Belda en Málaga. Los musulmanes de esa fortaleza se rindieron y se unieron al emir, pero los cristianos siguieron luchando hasta la muerte, reuniéndose más de cien cabezas cortadas que fueron desplegadas frente a las murallas de Bobastro. Esta fortaleza, las más emblemática para los Hafsuníes, estaba en manos de Ya‘far b. ‘Umar b. Hafsun, quien había apostatado convirtiéndose al cristianismo. Cuando aceptó pagar tributo al emir, éste regresó a Córdoba en junio de 919. La lucha contra otros rebeldes continuó en los distritos de Priego, Granada y Málaga. La ciudad marítima de Pechina (Almería) se integró en el estado omeya. En 923, el Emir atacó Bobastro, donde ahora gobernaba Sulayman b. ‘Umar ibn Hafsun. Algunos de sus habitantes, incluido el obispo Ibn Maqsim, estaban a favor de llegar a un acuerdo, pero Sulayman dio muerte a quienes así pensaban. Durante esta campaña, el ejército omeya destruyó muchas fortalezas. La siguiente campaña tuvo lugar en 925 y en ella se puso fin a la rebelión en los distritos de Jaén y Granada. En 926 Sulayman ibn ‘Umar b. Hafsun fue asesinado, sucediéndole su hermano Hafs. El emir dirigió personalmente la última campaña contra Bobastro en mayo de 927. Mientras sitiaba la fortaleza, fueron conquistados los castillos cercanos de Olías, Santopitar, Comares y Jotrón, habitados exclusivamente por cristianos. Tras haber eliminado toda posibilidad de ayuda militar o refugio, el emir intensificó el asedio contra Bobastro. Tras su regreso a Córdoba en agosto 927, se le informó de la caída de Bobastro el 17 de enero de 928.

Hasta el año 920, ‘Abd al-Rahman III no dirigió personalmente ninguna campaña militar en las zonas fronterizas, donde muchos señores actuaban de manera independiente, aliándose entre ellos e incluso con los cristianos. En la Frontera Superior el poder estaba en manos de dos linajes, los muladíes Banu Qasī y los árabes Tuyibíes. El área de Santaver, en la Frontera Media, estaba bajo el control de los beréberes Banu Dī l-Nun. Toledo, la antigua capital visigoda, era una ciudad famosa por su constante estado de rebelión. Por lo que se refiere a la Frontera Inferior, en 913, Ordoño II había lanzado una campaña contra Extremadura, llegando a atacar Évora y poniendo así de manifiesto las escasas defensas de la zona, que no habían mejorado cuando dos años después hizo otra incursión en la zona sin encontrar demasiada resistencia. La primera campaña en las regiones fronterizas organizada por el emir tuvo lugar en el año 916. En junio de 918, Ordoño II y Sancho, rey de Pamplona, actuaron juntos contra los musulmanes, atacando la fortaleza de Valtierra. Estas ofensivas cristianas aprovechaban la debilidad omeya del momento, pero el conflicto entre los Hafsuníes hizo posible que el Emir organizase expediciones de verano contra los cristianos en los años 918 y 919. Finalmente, en 920, el Emir en persona dirigió la expedición contra Muez. Cruzó hacia territorio enemigo por la frontera central, uniéndosele el señor de Toledo a quien recompensó reconociéndole su señorío. Los señores de la zona de Guadalajara, los beréberes Banu Salim, fueron destituidos. El Emir se encaminó luego a la fortaleza de Medinaceli, dirigiéndose hacia la región de al-Qila, (los Castillos), Álava y Navarra. Uno de sus comandantes militares se dirigió a Osma, atacándola por sorpresa y destruyéndola, marchando luego a San Esteban de Gormaz y Clunia (esta campaña de 920 hizo que los musulmanes se sorprendiesen por el dinamismo económico de la zona, que deja entrever la creciente importancia, desde el punto de vista militar y político, del Condado de Castilla). Por su parte, el Emir se dirigió a Tudela y luego a Calahorra. El ejército musulmán cruzó el río Ebro y luchó contra las tropas de Ordoño y Sancho, derrotándolas el 25 de julio de 920. El 29 de julio, el castillo de Muez fue conquistado. En el año 923, el Emir se vio obligado a intervenir nuevamente en la frontera. Tras la batalla victoriosa de Viguera, el rey de Navarra, Sancho I Garcés, capturó a miembros de los Banu Qasi y de los Banu Di l-Nun, leales a los omeyas, y les dio muerte. ‘Abd al-Rahman III tomó medidas inmediatamente, siendo una de ellas su intervención personal en la campaña del año 924, conocida como campaña de Pamplona, porque la capital del reino de Navarra fue saqueada. Atravesando Tudmir y Valencia, obtuvo la sumisión de los señores rebeldes de esa zona. Al llegar a la Frontera Superior, se le unieron los Tuyibíes, cuyo gobierno local había reconocido formalmente. Entre 924 y 928, el Emir se concentró sobre todo, como hemos visto, en la lucha contra los Hafsuníes, pero organizó una campaña en la Frontera Media en 926, que tuvo como resultado el cobro de impuestos en el área de Santaver. Tras la conquista de Bobastro, los territorios en manos de los beréberes a lo largo del Guadiana y en Mérida pasaron a estar bajo control omeya.

El viernes 16de enero de 929 ‘Abd al-Rahman III se proclamó Príncipe de los Creyentes y adoptó el título califal de al-Nasir li-din Allah (el que trae la victoria a la religión de Dios). Hasta ese momento, los emires omeyas de al-Andalus no se habían atrevido ni a proclamarse califas como sus antepasados de Damasco ni a acuñar oro. Si ‘Abd al-Rahman III se decidió a dar el paso que no habían dado los anteriores emires fue por varias razones. La derrota de los Hafsuníes y el control de la mayor parte del territorio andalusí eran un triunfo similar al logrado por ‘Abd al-Rahman I, pero al descendiente de éste le era ahora más factible reclamar el derecho al califato, dado que los abbasíes se habían debilitado notablemente y dado que había aparecido un segundo califato en el Norte de África, el de los fatimíes. Desde la década de 890 y hasta 928, hubo una crisis monetaria en al-Andalus, reflejo de la crisis política y fiscal del emirato omeya. Poco antes de su proclamación como califa, en noviembre de 928 ‘Abd al-Rahman III fundó una ceca en Córdoba donde empezó a acuñarse por primera vez en oro en su nombre. Esta medida acrecentó la necesidad de controlar las rutas comerciales norteafricanas que traían el oro desde el África Occidental a través de Siyilmasa.

Los años 928-929 vieron la extensión del califato por la parte occidental de al-Andalus, con la conquista de Mérida, Santarén, Beja y Badajoz. Hacia 930, había gobernadores omeyas en Calatrava, Talamanca, Madrid y Talavera. El califa envió un ejército contra Toledo en mayo de 930. A pesar de las penalidades sufridas durante un asedio que duró hasta el año 932, los toledanos lograron obtener condiciones favorables a la hora de rendirse. A continuación, el califa se concentró en la Frontera Superior. Entre 924 y 933, los Banu Qasi se vieron debilitados frente a los árabes Tuyībíes, quienes por su parte se mostraban cada vez más independientes del gobierno central. En el año 934, ‘Abd al-Rahman III decidió mandar una expedición contra los cristianos, conocida como la campaña de Osma, pero los señores de Zaragoza, Huesca y Barbastro rehusaron unirse a ella. Al-Nasir atacó a los rebeldes y el señor de Zaragoza, Muhammad b. Hasim, tuvo que someterse, uniéndose a la expedición y cediendo algunos de sus castillos al califa. El ejército musulmán atacó entonces a Ramiro II, causando grandes daños en su territorio. Como Muhammad b. Hasim volvió a rebelarse, en 935 el califa firmó un tratado con el Rey de León para asegurarse de que Zaragoza no obtendría ayuda de los cristianos y asedió la ciudad. Pero poco después Ramiro II rompió el tratado con el Califa, el Conde de Barcelona lanzó un ataque a lo largo de la frontera, los Banu Dī l-Nun se rebelaron y los señores de Calatayud y Daroca se unieron al señor de Zaragoza contra el califa. Toda esta agitación en la Frontera Superior parece haber ido unida a las pretensiones políticas de un miembro de la familia Omeya, Ahmad b. Ishaq al-Qurasī (ejecutado en 936). El califa decidió dirigir en persona la campaña contra Zaragoza, conquistando Calatayud y Daroca, y dando muerte a sus señores Tuyībíes. El asedio de Zaragoza duró ocho meses durante los años 936-937, cuando una nueva sequía estaba devastando la Península. El 21 de noviembre de 937 ‘Abd al-Rahman III entró en Zaragoza tras haberse firmado un documento de sumisión que se ha conservado.

En el año 939, el Califa se dirigió contra Simancas, en la zona de expansión cristiana en el valle del Duero, tras reunir un poderoso ejército. En Toledo se le unieron tropas de los Banu Dī l-Nun, del señor de Huesca Furtun b. Muhammad (quien traicionaría al Califa) y de los señores Tuyībíes de la Frontera Superior. En agosto, un encuentro cerca de Simancas entre musulmanes y cristianos fue seguido de una emboscada cristiana que puso en grave aprieto a las tropas musulmanas (la vida del mismo califa se vio en peligro). Se añadió a ello la actuación traicionera de parte de las tropas de la frontera, determinada por el resentimiento causado por la política califal (intentos por reducir su autonomía, por hacerles pagar impuestos y por obligarles a participar en las campañas califales). Los miembros del ejército califal también tenían sus agravios, como el hecho de que el mando había sido dado a un advenedizo, Nayda b. Husayn, hermano de una esposa del Califa. La derrota en Simancas tuvo serias consecuencias: capturado por los cristianos, el señor de Zaragoza pasó dos años cautivo en territorio leonés; Furtun b. Muhammad y otros diez traidores fueron crucificados en Córdoba; el Califa nunca más salió en expedición (se concentró a partir de entonces en la construcción de una ciudad palatina, Madīnat al-Zahra’) y sus limitaciones para imponer un control firme en las regiones fronterizas quedaron de manifiesto. Desde el año 939 en adelante, la actividad militar en la Frontera Superior fue dejada en manos de los señores locales, cuyo derecho a gobernar en esas tierras era renovado anualmente por el califa, quien les enviaba presentes y les recibía con gran fastuosidad en sus visitas a Córdoba. La ausencia de rebeliones graves durante el resto del reinado de al-Nasir indica que el Califa y esos linajes locales acabaron por establecer un equilibrio aceptable entre el control central y la autonomía local. Tras un período en que los cristianos habían tenido la iniciativa, su expansión fue detenida después de 930, siendo ello posible por los conflictos internos de los reinos cristianos, por un lado, y por otro por el aumento de la intervención militar musulmana una vez pacificado el interior. Medinaceli se transformó en el nuevo centro para la actividad militar de los musulmanes, siendo fortificada en 946 por Galib, liberto del Califa. Pero las campañas organizadas casi cada año no desembocaron en ningún cambio significativo en la frontera, ya que su objetivo era sólo el debilitamiento del enemigo y la obtención de cautivos y botín. Esta incapacidad para recuperar el territorio perdido se vio influida por la apertura de una segunda frontera en territorio norteafricano. Las relaciones diplomáticas con los reinos cristianos estaban directamente relacionadas con la actividad militar. Tras una primera solicitad de ayuda en 934, Toda, reina de Navarra, volvió en 958 a ponerse en contacto con el califa: su nieto, el rey de León Sancho el Craso (r. 956-966), había sido destronado en 957 por algunos miembros de su nobleza; él y su abuela viajaron a Córdoba en acto de sumisión y poco después Sancho volvió a reinar. La estancia cordobesa sirvió también para que Sancho fuese curado de su obesidad por un médico judío, Ḥasdāy b. Šaprūṭ, que estaba al servicio del califa y al que encontramos en varias misiones diplomáticas en los reinos cristianos como emisario del califa. También se establecieron relaciones diplomáticas con el Imperio Germánico y el Imperio Bizantino. En 953, Otón I envió un emisario a Córdoba, el monje Juan de Gorze, para protestar por los daños causados por los piratas musulmanes, especialmente los de Fraxinetum. Juan de Gorze esperó tres años en Córdoba hasta que fue recibido por el califa después de que un cristiano cordobés, Recemundo, enviado a la corte de Otón I, regresó con cartas más aceptables que las traídas la primera vez. En 948-9 (o tal vez en 945-6), un embajada bizantina llegó a al-Andalus. La misiva del emperador iba acompañada por dos preciosos libros. Uno era el tratado farmacológico de Dioscórides en griego. El Califa pidió un traductor al emperador y tres años después el monje Nicolás llegó a al-Andalus y se puso a trabajar con un equipo del que formaba parte Ḥasdāy b. Šaprūṭ. El otro regalo era el texto latino de la historia de Orosio que se habría traducido entonces al árabe. Una embajada cordobesa, de la que formó parte Recemundo, fue enviada a su vez a Constantinopla.

En el año 955, el puerto de Almería fue atacado por los fatimíes, quienes constituían la más grave amenaza exterior para los omeyas. Los fatimíes lograron hacerse con el poder en el actual Túnez, donde se proclamaron califas en el año 910, iniciando una decidida política de expansión hacia el Magreb (actual Argelia y Marruecos). En previsión del conflicto, ‘Abd al-Rahman III promovió el desarrollo de una flota y del puerto de Algeciras. Durante las décadas de 920 y 930, el ejército omeya capturó en la costa norteafricana varios puertos (Ceuta entre ellos), todos ellos vitales para la exportación de productos andalusíes y para el comercio trans-sahariano de oro y esclavos. Pero los fatimíes lograron conquistar Fez en 935 y durante un tiempo se vieron fortalecidos por el apoyo de los gobernantes idrisíes locales. La política omeya, por su parte, no se limitó a la conquista militar, sino que también consistió en permitir que gobernantes locales (idrisíes y beréberes) mantuvieran sus privilegios siempre y cuando reconociesen la soberanía de ‘Abd al-Rahman III. A esos gobernantes se les entregaban ricas vestiduras oficiales y grandes sumas de dinero, al tiempo que se les dirigía una cuidada propaganda religiosa y política, en la que el Califa omeya era presentado como renovador de la religión y enemigo de las innovaciones heréticas y se mencionaban sus planes para reconquistar la herencia de sus antepasados, los califas omeyas de Damasco, a quienes los beréberes debían su conversión al Islam. ‘Abd al-Rahman III prestó su apoyo al más formidable enemigo de los fatimíes, el beréber jariyí Abu Yazīd (“el Hombre del Asno”), quien conquistó Túnez y Qayrawan en el año 944, pero sin lograr derrotar por completo a los fatimíes. Una delegación suya llegó a Córdoba para obtener ayuda, pero cuando la flota omeya llegó a la costa norteafricana en 946, Abu Yazīd ya había sido vencido y muerto. Hacia la década de 950, la batalla del Magreb parecía favorable a los omeyas. En 955, tras el ataque fatimí contra Almería, una poderosa flota andalusí, mandada por el liberto Galib, atacó la costa tunecina. Poco después, entre los años 958-960, el Califa fatimí consiguió recuperar gran parte de lo perdido en el Magreb. No será hasta la época de al-Hakam II cuando los omeyas pudieron volver a combatir con éxito a los fatimíes, especialmente una vez que estos se trasladaron a Egipto.

‘Abd al-Rahman III tuvo varias esposas, algunas árabes, otras de origen humilde, como en el caso de la hermana del ya mencionado Nayda b. Husayn, y otras de origen esclavo, como la cristiana Maryan (que fue madre de al-Hakam II). Tuvo además innumerables concubinas, de dos de las cuales hablan las fuentes por haberlas hecho matar ‘Abd al-Rahman III. De todas esas mujeres le nacieron en total dieciséis hijas y dieciocho o diecinueve hijos, de los cuales tan sólo sobrevivieron once o doce. ‘Abd al-Rahman III no permitió que sus descendientes varones viviesen en el palacio real, con la excepción de al-Hakam, el heredero del Trono, cuya vida privada y pública estaban sometidas a un estricto control. La razón de esta conducta tal vez fuera el hecho de que ‘Abd al-Rahman III había tenido que hacer frente a un intento de conspiración por parte de uno de sus hijos, ‘Abd Allah, al que se dice que ejecutó personalmente el día de la Fiesta del Sacrificio en 950 o 951. Anteriormente, en 921 y en 936 ‘Abd al-Rahman III también tuvo que hacer frente a la conspiración de algunos parientes suyos.

Un tupido entramado de tradición, lealtad, servicio y recompensas mantenía unidos al Califa y a sus elites, constituidas por familias de clientes omeyas. Un rasgo distintivo de la forma de gobierno de ‘Abd al-Rahman III fue la gran movilidad en los puestos oficiales. En algunos casos, el cese era debido a la conducta deshonesta del personaje en cuestión, pero en la mayoría de los casos parece haberse debido al deseo de asegurarse de que nadie permanecía en un puesto el tiempo suficiente para causar problemas. La movilidad cumplía también la función de garantizar que todos los hombres del califa recibían su parte de los recursos administrados por el estado. Por lo que se refiere al ejército, después de Simancas, el Califa buscó aumentar el número de soldados profesionales con hombres de distinta procedencia, entre ellos beréberes norteafricanos, mientras que la guardia personal del califa estaba formada por esclavos. La poderosa flota permitió desarrollar una política marítima en el Mediterráneo y contribuyó a la integración de las Islas Baleares en el estado omeya a partir de 930. Las familias de clientes omeyas, además de desempeñar funciones militares, ocuparon también los puestos relacionados con la cancillería y la administración de las finanzas públicas. La extensa burocracia omeya fue sometida en 955 a una reforma administrativa, que tuvo lugar en el mismo año en que los fatimíes atacaron Almería: si el ataque fue visto como el preludio de una invasión, el califa pudo haber querido fortalecer el control del territorio bajo su mando. El visirato era sobre todo un título honorífico. Entre 934 y 942 hubo un mínimo de nueve visires por año. En 939, ‘Abd al-Malik b. Suhayd fue nombrado para el “doble visirato”, un título honorífico especial que obtuvo tras ofrecer costosos regalos al Califa, pero que también le permitió ganar vastas sumas de dinero. El chambelán (hayib) era el jefe de la Casa real, actuando como representante del califa en actividades políticas, diplomáticas y militares. El primer chambelán de ‘Abd al-Rahman III fue su cliente Badr, al que sucedió un miembro de la influyente familia de los Banu Hudayr. A la muerte de éste en 932, ya no hubo más nombramientos para el puesto, tal vez por temor a las consecuencias de tener cerca a alguien que podía actuar casi como el Califa mismo y que podía llegar a querer suplantarle (lo que hará Almanzor con el nieto de ‘Abd al-Rahman III). Los eunucos desempeñaban un importante papel en el servicio personal del califa, aunque también podían desempeñar funciones militares y diplomáticas. La época de ‘Abd al-Rahman III vio un aumento considerable de los Saqaliba, término que en principio se aplicaba a esclavos de origen eslavo, pero que designaba en general a los esclavos de raza blanca.

La derrota militar de los líderes muladíes y de sus seguidores cristianos coincidió con el aumento de la conversión al Islam. La conversión traía consigo recompensas sociales, como muestra el caso de Yahyà b. Ishaq. Éste era el hijo de un doctor cristiano cordobés y sirvió a ‘Abd al-Rahman III en distintos cargos (jefe de la policía inferior, visir, comandante militar), pero especialmente como emisario ante los señores rebeldes como Ibn Hafsun. El proceso de conversión estaba estrechamente unido a la fuerte arabización de la población andalusí, incluida la comunidad cristiana, que por estas fechas empieza a traducir obras de la tradición cristiana al árabe.

La poesía cortesana describe a ‘Abd al-Rahman III como gobernante justo, generoso, valeroso, noble, inteligente, con grandes dotes militares y defensor de la ortodoxia. Su carrera política le muestra como un maestro en el arte de manejar el palo y la zanahoria. La sumisión de los señores rebeldes adoptaba dos formas: o bien se les obligaba a abandonar sus dominios para asentarse en Córdoba donde eran enrolados en el ejército califal o bien se quedaban en sus tierras gobernando en nombre del Califa, quien les otorgaba un documento de reconocimiento oficial (tasyil). La renovación del tasyil a sucesivas generaciones era una manera de preservar tanto las prerrogativas del califa como la de los señores. La sumisión de los rebeldes generalmente tenía lugar después de una calculada violencia. Innumerables cabezas de rebeldes musulmanes, de seguidores de los fatimíes y de infieles fueron enviadas a Córdoba desde otras regiones de al-Andalus y desde el Norte de África para ser colgados de la Bab al-Sudda del alcázar califal. También se enviaba a prisioneros de guerra a la capital para ser ejecutados públicamente. A veces el castigo pretendía ser especialmente ejemplar como sucedió con la crucifixión de los cuerpos exhumados de Ibn Hafsun y sus dos hijos. El jurista cordobés Ibn Hazm se mostró muy crítico con al-Nasir por su recurso a actos de violencia ilegítima.

En 951, ‘Abd al-Rahman III ordenó la construcción de un nuevo alminar en la mezquita aljama. El aumento de los ingresos del fisco hizo posible éstas y otras obras de mejora urbana. Pero la obra edificia más importante acometida por el Califa fue la construcción de Madinat al-Zahra’, comenzada hacia 940, tras la derrota de Simancas. Madinat al-Zahra’ acabó siendo una ciudad auto-suficiente con mezquitas, baños, mercado y su propia administración urbana. Construida en la ladera de una montaña situada a ocho kilómetros al oeste de Córdoba, fue nivelada en tres terrazas. En la superior se situó el área residencial. El nivel medio estaba ocupado por edificios oficiales y dos grandes jardines. El así llamado Salón de ‘Abd al-Rahman III, construido entre 953 y 957, miraba hacia el Jardín Superior. Las fuentes abundan en descripciones sobre la magnificencia, belleza y riqueza de los palacios y jardines de Madīnat al-Zahra’. Una de las más famosas es la del Salón, del que se dice que tenía un tejado de oro y plata sostenido por paredes de grueso mármol de distintos colores, con un gran estanque de mercurio en el centro que, al reflejar los rayos de sol, llenaba el Salón de relámpagos de luz. Madinat al-Zahra’ debe ser vista como el contrapunto arquitectónico de la adopción del título califal. El propio nombre árabe de la ciudad, en el que aparece el término al-Zahra’, usado para designar a Fátima (la hija del Profeta de la que se decían descendientes los califas fatimíes), era una forma de contrarrestar las pretensiones de legitimidad del califato rival. La forma Madīnat al-Zahra’, además de como “la ciudad de al-Zahra,”, también podía entenderse como “la ciudad resplandeciente”. En un momento de la construcción de esta ciudad, ‘Abd al-Rahman III quiso hacer de ella una representación del Paraíso en la tierra. Ese momento se localiza cuando en 946-947 los fatimíes lograron derrotar al “Hombre del Asno”, al que describieron como el Anticristo cuya derrota indicaba la verdad y la legitimidad del vencedor. El Hombre del Asno había buscado el apoyo del Califa omeya. Por tanto, su derrota, al conceder al Califa fatimí una nueva dimensión mesiánica, debía ser contrarrestada por el Califa omeya para demostrar a sus seguidores que la verdad y la salvación estaban de su lado, no en el lado del rival fatimí. La remodelación de Madīnat al-Zahra’ que tuvo lugar en esa época (incluido el traslado de la ceca en el año 947 y la construcción del Salón entre 953-957 con su característica decoración a base de motivos vegetales y florales) buscaba establecer una semejanza con el Paraíso, concebido en el Islam como un jardín con palacios. La cerámica en “verde y manganeso” producida en Madīnat al-Zahra’, decorada con motivos verdes y negros sobre una superficie blanca y enviada al resto del territorio, contenía también una referencia al Paraíso. El mensaje que ‘Abd al-Rahman III habría querido comunicar con la formulación paradisíaca de su ciudad palatina habría sido que el califa asegura la salvación en el otro mundo y que por tanto vivir bajo su gobierno es como si el Paraíso ya existiese en este mundo, en la ciudad por él construida. Pero el Paraíso no duró mucho: a comienzos del s. XI, Madīnat al-Zahra’ había sido saqueada varias veces y destruida casi por completo en las guerras civiles que acabaron con el califato omeya.

El príncipe heredero al-Hakam promocionó el estudio de la historia, haciendo de ella un poderoso instrumento de legitimación califal. Otras disciplinas tuvieron un gran desarrollo, especialmente los diccionarios biográficos de gentes dedicadas al mundo del saber en sus distintas facetas, así como las obras de “bellas letras” que servían sobre todo para la educación de las elites empleadas en la cancillería. La imitación y recepción de la cultura cortesana abbasí produjo lo que se suele denominar la “orientalización” de al-Andalus. El peligro fatimí requería ser combatido no sólo con armas, sino también con palabras. Hubo una intensa polémica entre fatimíes y omeyas, relativa a sus respectivos méritos para el califato. Al mismo tiempo, ‘Abd al-Rahman III reforzó el carácter ortodoxo (sunní) de al-Andalus, continuando el apoyo de sus antepasados a la escuela jurídica malikí. También permitió un cierto pluralismo sunní, que se refleja por ejemplo en su elección de los jueces de Córdoba. Uno de los más importantes fue Mundir b. Sa‘īd al-Ballutī, que era seguidor de la escuela jurídica zahirí (literalista). Este beréber llegó a censurar al califa por haber dejado de asistir a la oración del viernes en la mezquita aljama al estar ocupado con la construcción de Madīnat al-Zahra’. Esta crítica, paradójicamente, no sólo no puso en peligro la legitimidad de al-Nasir, sino que la aumentó: sólo un califa piadoso, devoto y ortodoxo permitiría que un sabio religioso le censurase y el hecho de que uno así lo hiciese probaba que al-Nasir era piadoso, devoto y ortodoxo. Esto último lo demostró también persiguiendo a los masarríes, seguidores de las doctrinas místico-filosóficas de Ibn Masarra y considerados herejes.

Cuando ‘Abd al-Rahman III murió el 15de octubre de 961 a la edad de setenta años, el mundo en el que vivía era muy diferente de aquél en el que había nacido. Los rebeldes que casi habían acabado con el gobierno de su abuelo habían desaparecido. Aunque los musulmanes no lograron expandirse territorialmente en la Península durante el califato, las fronteras eran seguras y dentro de ellas se dio un gran impulso a la urbanización, facilitando la penetración de los agentes estatales militares y fiscales y la extensión del mundo del saber religioso. La heterogeneidad étnica y cultural de la población se vio afectada también, emergiendo una identidad andalusí común, de la que la columna vertebral era el malikismo. La desconfianza de ‘Abd al-Rahman III hacia el ejército árabe tradicional le llevó a importar soldados beréberes desde la otra orilla, soldados cuyo número fue en aumento bajo sus sucesores. A esta política se achacó luego la ruina del califato y la desaparición de la familia Omeya. Pero, a pesar de esta nota negativa, la época de ‘Abd al-Rahman III pronto adquirió tintes legendarios como una época de unidad política, de fiscalidad justa y de esplendor cultural.

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Maribel Fierro

 

 

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